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¿Por qué la Estética, esa pretendida ciencia de lo bello, se negaría a reflexionar sobre el amor, una de las experiencias más rotundas en sí mismas, cuando la antigüedad ya veía en la belleza que lo nutre la causa de un sentimiento que ligado a la atracción es germen de enamoramientos? Es cierto que...
¿Por qué la Estética, esa pretendida ciencia de lo bello, se negaría a reflexionar sobre el amor, una de las experiencias más rotundas en sí mismas, cuando la antigüedad ya veía en la belleza que lo nutre la causa de un sentimiento que ligado a la atracción es germen de enamoramientos? Es cierto que el viaje histórico del pensar estético arranca con lo Bello, cuya concisión formal necesita el goce de una contemplación que tiene en la calma y el sosiego su carácter distintivo. Pero prosigue luego con lo Sublime colosal fuente de inquietud y se suaviza con la ligereza de la Gracia antes de encharcarse en lo Siniestro angustioso, inquietante, antesala de lo Abyecto por repulsión. Así, de la atracción serena al brutal rechazo, el arte decreta el extravío de lo universal en aras de lo particular, lo objetivo es canjeado por la subjetividad más radical y el espíritu repudiado a favor de las vísceras. Y ahí nuestra actitud ante las formas artísticas ya ha liquidado el sosiego y el desinterés, ha desechado la cuaresmal desgana del antiguo credo estético que quitaba a las formas del mundo su escoria material. Esto significa que el disfrute aquietador que antaño fue galardón espiritual de la belleza y el arte, ha dado paso a la perturbación intelectual pasando por el sobresalto somático. Carnaval del arte, gaudeamus para la estética.
Borrada la frontera que separaba ética y estética, el atractivo artístico ya pasa por el temblor de los mondongos mientras el esmero general en identidades de pantomima o atavío no redime al individuo de una soledad que lejos de implicar aislamiento echa raíces en compañía, se despliega en sociedad. La soledad de los grupos, por encima o más allá del retiro individual, da pie a un "arte" que es búsqueda y superación de límites, que abunda en la exploración identitaria, el escarceo o la divagación monologada. El yo, nivelado finalmente con el cuerpo, "siente" sin comprender que su carne sumida en el tiempo enferma, envejece y se degrada. En tales condiciones, ¿quién afirmaría hoy que el amor, trajín de biografías entre la ternura y el rencor, la atracción física irrefrenable y el odio más feroz, cuyo aforo anda entre el sexo crudo y la pasión sublimada -y a menudo adulterada-, no es apto a la reflexión estética? ¿No ha venido el arte a inundar la vida? Concédase que también la vida amorosa se ha vuelto un "arte" que congestionado por el aire de la época subsiste ajeno a técnicas, refractario a aprendizajes, lejos de la rotundidad a dos de un amor sin trabas.
Amor no es la Esfera de la perfección, está claro. Eros, su divino gestor, no es Sphairos. Pero la esfericidad es su deseo a la vez que un destino inalcanzable salvo con la imaginación. Y aun, cuando lo alcanza, es tan corta su vigencia que una vez caducado ni huella deja para el recuerdo. Una cosa es evidente: o el amor y la imaginación resisten aliados o aquél sin ésta es sexo pedestre, lerdo restregarse de las carnes, y ésta apartada de aquél ofuscación y onirismo: horizonte de espejos abierto al infinito.
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