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Cartago, Numancia. Dos ciudades, dos nombres, que despertaban pesadillas en los romanos del siglo II a. C., recordando los aciagos días en que Aníbal puso contra lascuerdas a sus abuelos y el rosario de derrotas que los celtíberos habían infligido a las legiones en Hispania. Fue Publio Cornelio Esci...
Cartago, Numancia. Dos ciudades, dos nombres, que despertaban pesadillas en los romanos del siglo II a. C., recordando los aciagos días en que Aníbal puso contra las cuerdas a sus abuelos y el rosario de derrotas que los celtíberos habían infligido a las legiones en Hispania. Fue Publio Cornelio Escipión Emiliano quien, de una vez por todas, exorcizó esos miedos: Cartago fue arrasada hasta los cimientos, después de un atroz asedio, y Numancia claudicó, su orgullo doblegado ante la tenacidad implacable de un hombre decidido a hacer honor a su estirpe. Porque Escipión Emiliano perteneció a la más laureada aristocracia romana, hijo del Emilio Paulo que conquistó Macedonia y nieto por adopción del primer Africano, el vencedor de Zama. Escipión Emiliano estuvo a su altura, siendo dos veces cónsul y censor, y ganando en el campo de batalla los dos apodos por los que pasó a la posteridad: Africano y Numantino. Este libro de Manuel Salinas de Frías, catedrático de la Universidad de Salamanca, supone la primera biografía en español de una de las figuras más decisivas de la República romana, en un momento de profundos cambios políticos, sociales, culturales y territoriales. La Roma que Escipión Emiliano dejó al morir era mucho más poderosa y extensa que la que le vio nacer, ama y señora del mundo conocido, en buena medida por sus acciones. Su apasionante vida permite, además, acercarnos a los problemas a los que la República tuvo que hacer frente en las décadas centrales del siglo II a. C., un régimen que se debatía entre la práctica política tradicional y los nuevos aires que llegaban del mundo helenístico. Ni su prematura muerte, en extrañas circunstancias, ni su enfrentamiento con la plebe a cuenta a de la ley agraria de su primo Tiberio Graco, lastraron el glorioso legado del destructor de Cartago y conquistador de Numancia, al que podemos hoy saludar como al primero de los romanos de su tiempo.
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